jueves, 16 de abril de 2009

PROFUNDOS OJOS NEGROS


Bajó del cerro vestida de blanco, y llegó a la playa con la frescura de una mañana de otoño. Tenía unos profundos ojos negros se destacaban en su cara blanca, pálida, casi exangüe.
Apenas la vio llegar quedó prendado de la belleza que la traía y soñó despierto que se perdía debajo de los caracoles de sus cabellos, negros, como la noche.
Ella en cambio, no reparó en nada ni se fijó en él, mientras miraba triste hacia el horizonte.
El vestido se deslizó por sus hombros y lo dejó caer en la arena. La sutil ropa interior que llevaba, destacaba el negro triángulo sensual de su sexo. Entró al agua con rapidez, desafiando al frío océano y su cuerpo se perdió en la resaca. La vio surgir brillante de sol, agua y espuma unos metros más allá, la miró bracear contra el oleaje dos, tres, cuatro veces y apareció bañada de sal, lejos de la rompiente.
Con agilidad volvió su cuerpo de espaldas y emergieron sus pezones voluptuosos y erectos de frío y deseo.
Él la siguió con la vista, mar adentro mientras pudo, y la perdió casi contra el horizonte.
Cuando salió, luego de casi dos horas, su ropa parecía disuelta en la pálida piel y aún estando vestida se le apareció desnuda, apenas cubierta por sal, algas y mar. Entonces la amó a la distancia, con toda la intensidad del cuerpo. La deseó con su piel desnuda, con los cabellos mojados y chorreantes en mil gotas que se perdían en las grutas de su cuerpo y quiso recorrer con sus dedos, con su lengua, los hormigueantes caminos con que las gotas de sal tatuaban su cuerpo.
Pasó a su lado como si no hubiera nadie, se vistió sin prisa y se fue de la playa sin dejar ni una huella en la arena.
No pudo dejar de mirarla, no le quitó los ojos de las caderas hasta que llegó a la única casa que había en aquel cerro. Tal vez fue una ilusión pero creyó ver que se daba vuelta, y miraba hacia donde estaba él. Recién en ese momento en el que ella miró la playa vacía, o a aquel triste atardecer en el horizonte, sintió el peso de sus profundos ojos sobre la piel.
No pudo dormir, se sintió enfermo con fiebre de amor, mojó las sábanas con sus jugos de enamorados. Soñó despierto y soñó con ella. Pensó despierto y pensó en ella.
En el amanecer insomne, a medida que la luz llegaba para disipar los velos de la noche, creía verla en los movimientos del viento, en las sombras cambiantes, en el vuelo de los primeros pájaros.
Se levantó cansado, traspirado y aún después de bañarse, no pudo limpiar con el agua fría, el sudor y la sensación táctil que le produjo su lánguida mirada en su cuerpo.
Bajó a la playa y aún ebrio de sueños y amor, se metió en el agua y nadó hasta agotarse. Se dejó arrastrar por las corrientes y salió lejos muy lejos. Volvió trotando y corrió y caminó hasta que, rendido, cayó en la arena. Así exhausto, se durmió pero tampoco pudo dejar de pensar en ella, con su amor más vivo a cada momento la soñó nadando, casi desnuda entre la espuma, el agua y la luz en aquella playa otoñal.
Cuando se despertó de su sueño triste, estaba vencido por la certidumbre de no volver a verla, derrotado por la culpa de haberla dejado ir sin decirle nada. Se despertó con hormigas de sol comiéndole la piel y la carne dolorida. Con los ojos aturdidos por la resolana, caminó hasta el mar para encontrar en él el cuerpo de ella, y nadar en las ondas de sus senos breves, hundirse en la espuma de su pubis y en el perfume salado de su piel.
Cuando la vio aparecer, caminaba por la arena y sus pálidos pies no la marcaban. Pero sin duda caminaba hacia él y lo miraba con su mirada intensa.
Quedó fascinado y la aparición lo paralizó, como si una ola de frío terror le recorriera la espalda, primero y luego todo el cuerpo. Un breve estremecimiento lo sacudió y lo sacó del estupor.
Se le paró en frente, se quitó el vestido y le tendió la lánguida mano, fijó sus ojos el los de él, pero continuaba mirando a un punto distante, mucho más lejano que el horizonte.
Tomó la mano que le tendía y la siguió como un desahuciado. Entró a la mar y con el vigor que da el tiempo, cruzó en tres o cuatro brazadas, la espuma de la rompiente. Se volvió de espaldas como antes, dio fuertes golpes de brazo y lo buscó. Como un poseso la siguió, sin poder contenerse, mar adentro.
Cerca de una hora después ella se detuvo y en el verde intenso del océano, el suave oleaje los unió. Con una gélida mano le tocó la cara, lo atrajo y lo besó. Le trasmitió su frío y un helado hálito le recorrió el cuerpo.
No pudo reconocer agitación sus pechos, parecía no exhalar aire por su nariz ni agitaba las gotas de mar que la recorrían y su boca continuaba cerrada con terca convicción. Lo volvió a besar y después se hundió en el mar, los dos o tres minutos siguientes le parecieron eternos y cuando emergió desde la profunda esmeralda que los rodeaba parecía una diosa pagana. Aún así no parecía tener necesidad de respirar pero al abrir la boca para besarlo dejó escapar un vaho espeso con olores de mar profundo, de galeones hundidos hace mucho tiempo cubiertos por el musgo del olvido, dejó escapar una vaharada vieja de moluscos y celecantos perdidos para siempre.
Emprendieron el regreso con el ritmo incansable de ella, al llegar a la playa lo amó con la asombrada complicidad de las gaviotas. Lo amó despacio, con ternura, con la conciente lentitud de quien no le teme al paso de las horas ni de los días, como quien sabe que no tiene prisa, como quien tiene todo el tiempo por delante.
Lo dejó exhausto en la arena, con el amor saciado y obnubilado el gozo. Y se fue a la casa del cerro y lo dejó sólo con el recuerdo de sus ojos negros.
No volvió al día siguiente, loco de amor corrió por la playa, espantó a las aves marinas con su grito enloquecido, la llamó sin nombre, la lloró y la deseó mas allá de la cordura. Consumido por esa llama insana, corrió hasta la casa blanca, cerro arriba. Se encontró con una puerta vieja, de maderas eternas cerrada desde hacía mucho tiempo, golpeó casi con furia y los ecos vacíos del interior le helaron el corazón. Luego un leve crujido, llamó su atención mientras que despacio se giró el oxidado picaporte y la puerta crujiente giró sobre sus goznes.
Apareció una mujer muy vieja. Sus ojos tenían más de cien inviernos y las marcas profundas de la piel en la cara, habían sido tatuadas por mil años amargos. La tristeza con la que lo miró era infinita.
A gritos le preguntó por la joven de vestido blanco y ojos profundos, le suplicó que la llamara, que le diera sus señas, que se la devolviera.
La vieja giró sobre si y con un gesto le indicó que la siguiera. La casa no era grande, casi una única estancia desnuda que parecía estar azotada por todas las tempestades de los tiempos más remotos del viejo océano. A pesar de ello una gruesa capa de polvo cósmico lo envolvía todo y no mostraban las sucias superficies ni una sola huella, como si todo estuviera quieto desde siempre.
Se sentaron frente a la desvencijada mesa y él le contó de su encuentro, de la locura de su amor y de la urgencia de volver a verla.
Con una paciencia infinita la vieja lo escuchó sin emoción, sin prisa y con la resignación de un acto repetido mil veces, se levantó, le dio la espalda y fue hasta un armario ancestral roto muchos años atrás. Cuando lo abrió el movimiento de la luna del mal azogado espejo lo iluminó todo con un extraño reflejo. Como rodeado de un halo sacó un vestido sin mácula que nada tenía que ver con aquella pieza, la luz que de él emanaba parecía obscena, lo sostenía como si lo acunara, se le sentó de frente y por primera vez habló: -era de ella, lo encontré en la playa aquel día en el que no regresó del mar. Ya hace muchos años, tantos que no los puedo contar. Se murió ahogada y el mar, mezquino no me devolvió su cuerpo, siempre nos cobra lo que nos da.-
Resignada esperó una respuesta que ya conocía: - no, no, le dijo, se equivoca usted, es otra persona, yo la ví, la vi y la amé ayer.-
La mujer movía la cabeza con amarga negativa - es otra persona, ese es su vestido, pero es otra persona, tiene que ser otra persona, yo la vi sabe, estuve con ella, no puede estar muerta yo la ví.-
El hermético silencio de aquella mujer, acentuaba sus gestos negativos - ¡que le hizo que le hizo vieja loca!, me esta engañando usted no lo sabe, no sabe nada, es una vieja, váyase, no me mire vieja de mierda!!!-
Salió corriendo de aquella habitación y no pudo golpear la puerta, la vieja ni lo miró ni se dio vuelta para seguirlo, cuando en una súplica le dijo, con una ajada voz que él llegó a oir: - No la siga, déjela que se valla sola, es por su bien .-
Bajó a la playa destrozado, cayo de rodillas y lloró de rabia y amargura. Golpeó la arena y maldijo hasta sangrarse las manos insultó a la vieja, a la vida, a su suerte y la llamó a ella, le pidió que regresara y le dijera que todo era una mentira, gritó que la amaba y la seguiría siempre. Hundió la cabeza entre sus piernas y ya sin ánimo se hundió en un cansado sollozo.
No supo cuanto tiempo estuvo así, en aquella playa desierta solo con su angustia. Lo sacó de su sopor el contacto de una fría y conocida mano que acarició su pelo. Cuando la vio quiso abrazarla, pero lo detuvo con un gesto tranquilo, dejó caer su vestido blanco lo miró sin verlo, le tendió la mano y lo llevó al mar.
Se sumergieron en la espuma, y nadaron.
Ahora sí, nadaron juntos para siempre en el océano inmenso y profundo como sus profundos ojos negros.